De poco vale perderse entre los cuartos y ser viajero
al baño, conductor al patio o astronauta de balcones si no se
tiene cédulas de espantos, ni permiso del rey de Swazilandia
para asaltar caravanas de camellos en Marzo.
De poco o casi nada sirve tener más de treinta palacios
llenos de manuscritos arcaicos griegos sobre la polución de las
mariposas, el área del planeta Tierra y aproximaciones matemáticas
de curvas de tiros por catapultas, si el balcón de enfrente de mi
piso siempre tiene la cortina echada y la niña de ojos avispados
sólo se asoma de higos a brevas, y ni el gato aparece en los
tejados los fines de semana.
Por eso no me queda más remedio que practicar el desfile
con una compañia de saltamontes USA casi todo el día y luego, por
la tarde, aunque caliente el sol hasta derretir la olla a presión
(si compra la V3, le regalamos dos sartenes y número de cinco
cifras para optar a un almuerzo gratis para dos personas), dibujar
tuercas y muelles para cualquier multinacional de la automoción.
No tiene el menor sentido el hacerse de idem y con la calculadora
de luz solar, comprobar con tristeza que el trabajo de esclavo
durante toda la vida, difícilmente es lo suficiente para un viaje
de seis meses.
Y claro, cómo se atreven mis vecinos ni siquiera a
plantearse el saludo en la escalera o si aparco saliéndome de la
línea amarilla.
Del libro Cálidoscopio
Antología Generacional
Colección El Ermitaño II, 1993
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